LA SOBERANÍA HIPOTECADA
“Una de las mayores ventajas del populismo autoritario ha sido tener como rival un republicanismo bobo y sin arraigo popular, sea por falta de autenticidad, decisión o inteligencia.” —Pablo Ignacio Ro
México ha extraviado el pudor. La nación no solo deriva por la tercera década del siglo XXI con la brújula moral hecha añicos y un vacío de liderazgo que hiela la sangre; se ha despojado, además, de la vergüenza institucional. El debate ha dejado de ser la mera connivencia entre el poder político y el crimen organizado —esa pestilencia ya normalizada en el aire que respiramos—. El diagnóstico es más profundo, la metástasis es sistémica: México ha comenzado a ser «percibido» y, por ende, «tratado», como un narcoestado.
Esta no es una distinción semántica, sino un abismo geoestratégico. Estados Unidos, con el pragmatismo brutal que lo caracteriza, ya ha decidido de qué lado del abismo nos encontramos.
Como nación, caminamos sobre el filo de un escándalo internacional de proporciones históricas. El juicio a Genaro García Luna no fue un evento aislado, sino el prólogo. Las recientes andanadas verbales de Jeffrey Lichtman, abogado de Ovidio Guzmán, son el segundo acto. Se está construyendo, con paciencia de entomólogo, un expediente monumental para justificar una intervención —jurídica, económica, incluso política—. El mensaje, lejos de ser un susurro diplomático, es un grito lapidario: «Sabemos quiénes son, sabemos que el narcotráfico es un parásito que no prospera sin un cuerpo político que lo hospede. Tenemos el bisturí en la mano, lo usaremos».
La respuesta de la presidente (A) Claudia Sheinbaum ha sido un monumento a la indigencia estratégica: «Si acusan, que presenten pruebas». ¿Es la cumbre de la ironía o el nadir de la ingenuidad? El partido en el poder, MORENA, celebró la sentencia de García Luna —un veredicto erigido sobre testimonios, no sobre pruebas físicas— como un triunfo de la pureza moral. Hoy, enfrentados al mismo espejo procesal, exigen las garantías que ayer pisotearon con júbilo. No es torpeza, es una dialéctica de la desmemoria, un acto de pavor que Washington no interpreta como ambigüedad, sino como la confesión tácita que esperaba. A esto, en México, insistimos en llamarlo «soberanía».
En este inaudito escenario geopolítico, el saludo del canciller Juan Ramón de la Fuente a Serguéi Lavrov —en el paroxismo de la invasión a Ucrania— trasciende el error protocolario. Es un brindis en el velorio de Occidente. En la gramática del poder global, los símbolos son ojivas nucleares. Esa fotografía no es una postal; es una afrenta, una declaración de alineamiento con el autoritarismo oriental que sueña con reescribir el orden mundial con la tinta de la barbarie. Mientras Ucrania se desangra, México sonríe y estrecha la mano del vocero de la matanza.
La inferencia es una mutación en la narrativa estadounidense. Los cárteles mexicanos ya no son bandas de delincuentes; han sido rebautizados como «organizaciones terroristas transnacionales». Este cambio de nomenclatura no es trivial: es la llave que abre la puerta a acciones de intervención hasta ahora impensables, un cheque en blanco para la contención estratégica que anula la ficción de la «cooperación binacional».
Donald Trump, con su característica sutileza de martillo, amenaza con aranceles del 30 % como castigo por la crisis del fentanilo. Resulta irrelevante que las propias agencias norteamericanas admitan una merma en los flujos. La verdad es una víctima colateral; lo único que importa es la percepción, misma que se esculpe con declaraciones de testigos protegidos, filtraciones de agencias y la retórica calculada de abogados. La imagen es la de un México infiltrado, poroso y cómplice.
Por ello, nuestro país ya no juega en la liga de Cuba o Venezuela. No es un mero «incómodo ideológico», es un riesgo existencial para la seguridad interior de los Estados Unidos; una frontera que es, a la vez, herida abierta y arteria comercial. El despliegue militar en la misma linde, los buques de guerra en el Golfo, el enjambre de drones, las leyes que equiparan al narco con el terrorista y las listas de funcionarios mexicanos bajo la lupa del Pentágono no son gestos aislados. Son las piezas que Washington coloca en el tablero, preparando un jaque mate. No se equivoque, no anhelan un cambio de régimen con tanques, sino con dosieres, sanciones y asfixia económica. El objetivo no es moral; es la más pura realpolitik: impedir que México se convierta en un satélite de China o Rusia a las puertas de su casa.
Mientras la soga se tensa en el exterior, la podredumbre avanza intramuros con el rostro de la normalidad: ciento treinta mil desaparecidos, un menor asesinado cada ocho horas, una madre y sus tres hijas masacradas en la indolencia del desierto sonorense. ¿Y la presidentA? Ella elige el silencio profiláctico «no politizar». Como si el horror debiera pedir permiso para entrar en la agenda. O bien, el mutismo institucional fuera una forma de consuelo y no la suprema cobardía.
México no es un Estado fallido; es un Estado desertor. Y cuando aparece, lo hace para reprimir a médicos y enfermeras que exigen lo mínimo, mientras observa con pasividad cómplice el vandalismo ritual de la CNTE. La fuerza del Estado, selectiva, perversa, reprime al ciudadano que construye y ampara al aliado que destruye.
No, no es cosa menor, se recurre al canibalismo ideológico. La colonia Condesa, en la Ciudad de México, se convirtió en laboratorio de una xenofobia inducida desde el poder. Bajo el disfraz de una lucha contra la gentrificación, se desató un pogromo contra el extranjero, con pintas, vandalismo y grupos de choque presuntamente jaleados desde las propias oficinas de gobierno. El régimen que predica la inclusión con fervor de catequista, azuza el odio contra el «otro», contra el foráneo, el foráneo que trabaja y contribuye. Porque en esta narrativa, el enemigo no es el sicario, sino el extranjero.
La suma es un cóctel letal: un narcoestado en ciernes, una diplomacia al servicio de tiranías, una represión selectiva, un silencio cómplice ante la masacre y una desconexión patológica de la realidad. Mientras tanto, Estados Unidos no observa con interés, sino con la fría desconfianza del que mide a su adversario. México ha dejado de ser un aliado para convertirse en un enigma, un riesgo, un flanco vulnerable.
¿Y si México no reacciona?
La historia se escribirá sin nosotros. Si la casta política y la sociedad civil no fuerzan un pacto de refundación nacional, la transición nos será impuesta desde fuera. Con tribunales extranjeros, sanciones multilaterales y la inevitable ruptura. ¿Exageración? Tal vez. ¿Improbable? Cada día menos.
Si no se dinamita hoy el pacto perverso de impunidad que amalgama a la política con el crimen, si no hay un deslinde quirúrgico, valiente y verificable; si no se acomete una regeneración institucional sin cosméticos, la narrativa del narcoestado dejará de ser una sospecha para convertirse en nuestro epitafio.
En este horizonte no hay espacio para eufemismos. Mi herejía en el escenario para agosto de 2025. Si México no rompe el hechizo ideológico, para agosto se formalizarán sanciones de alto impacto contra miembros del gabinete. Las pruebas serán circunstanciales, pero la narrativa será de granito. La presión mutará en aranceles y en un cerco financiero. La diplomacia quedará aislada y a México se le presentará un dilema terminal: inmolarse en un acto de orgullo suicida o enmendar el rumbo con la urgencia del náufrago.
Cerrando plaza
Confundieron la anestesia con la paz, el silencio del cementerio con el orden público. Creían, en un arranque de candidez suicida, que la putrefacción podía disimularse con una capa de pintura ideológica. Pero el hedor de un cuerpo en descomposición no se aplaca con discursos; atraviesa muros, fronteras y océanos. Hoy, el olor de México ha inundado las fosas nasales del Imperio.
México enfrenta una crisis de identidad. Ha renunciado a su condición de República para abrazar la de simulacro. Cambió la dignidad por la ambigüedad, la justicia por la fotografía, la soberanía por la omisión. Sonríe a Lavrov mientras calla ante el asesinato de sus propias niñas. Hipotecó nuestro tiempo político en silencios y complicidades.
Estimado lector, usted que ha llegado hasta aquí, no puede permitirse el lujo de la neutralidad. La neutralidad es el refugio del desinteresado, la antesala de la irrelevancia. Está siendo usted retado a ver más allá de la propaganda. El nuevo orden mundial se está decidiendo en los silencios de México. La soberanía no se defiende con arengas patrioteras, sino con la legitimidad que otorgan el Estado de derecho y la valentía para romper con la inercia.
Así que pregúntese, ¿qué epitafio nos están escribiendo en los despachos geoestratégicos de Washington y Langley?
Cuestiónese si el aplauso fácil en el Zócalo vale la humillación de un país entero en los tribunales de Texas o en las sanciones del Departamento del Tesoro.
Sobre todo, reflexione si cuando el bisturí del cirujano extranjero finalmente corte para extirpar lo que considera un tumor en su frontera sur, ¿de qué lado de la herida estaremos usted y yo? ¿Seremos el tejido sano que se intenta salvar o parte del cáncer que debe erradicarse?
Lo que viene no es una elección; es un juicio. Un juicio que no se celebrará en las urnas, sino en la historia. En sus anales, hoy por hoy, México ya no figura como acusado, sino como autopsia.
Esta vez, quizá podríamos estar del lado equivocado de la página.
Brillante yo lo he querido explicar lo que pasa en México, pero no llego a este nivel de escritura de verdad muy bueno sin desperdicio!!!! Felicidades!!!!
Excelente radiografía y verdadera realidad descrita por este gran escritor! Felicidades y lo comparto , sería egoísta de mi parte no hacerlo!